jueves, 25 de abril de 2019

Notre Dame

Por Ángel Ciro Guerrero 

La conocí por vez primera en septiembre de 1954, viviendo en el hermoso pueblo de Mesa Bolívar, siendo yo monaguillo y muchacho de mandados al mismo tiempo del recordado sacerdote Méndez, el párroco que modernizó aquel enclave cafetalero, y en la práctica uno de los fundadores de la hoy pujante La Palmita, que dicen va creciendo tan rápido que pronto alcanzará a El Vigía, capital de la Zona Panamericana andina, un gigantesco territorio que limita con los estados Zulia y Trujillo. 


Sí, lo aseguro, conocí a Notre Dame viendo a Quasimodo volar de uno a otro sitio de la inmensa Catedral, enamorado de la hermosa gitana Esmeralda, defendiéndola de la hoguera a la cual estaba condenada porque se le consideraba bruja, en magnífico papel que, en 1923, interpretaba, en blanco y negro, el gran actor estadounidense Lon Chaney, en la inolvidable película, muda, El Jorobado de Nuestra Señora de París, que yo, entonces de 13 años, proyectaba en la pared del largo corredor de la vieja casa parroquial gracias a un aparato de cine, el primero que llegó al pueblo, traído por el padre y yo desde la vecina Santa Cruz de Mora, que la señora Chana Burguera le había regalado a la Parroquia para pasar películas, pagando la gente grande a real la entrada, medio los muchachos y una locha los niños y así colaborar con el mantenimiento de la iglesia, por esos años comenzando a ser remodelada. 

Chaney, en magistral interpretación, asustaba tanto, pero tanto, que mi imaginación lo tenía presente convertido en el hombre horriblemente feo pero con el corazón más bonito de todo París, y al cual yo daba vida, por así decirlo, todos los sábados y domingos, a las cinco de la tarde, cuando colocaba la sábana blanca y todo el pueblo acudía, religiosamente, a ver la cinta y yo, también yo, que era un diligente utilito, pasaba el cepillo para que todos los feligreses, convertidos en asombrados cinéfilos, pagaran sin que a nadie se le fiara ni menos se coleara. El padre contaba los presentes, uno a uno, y después me pedía cuentas claras, que yo le rendía sacrosantamente. 


Viendo el voraz incendio que sufriera el pasado 15 de abril uno de los monumentos más hermosos entre los importantes íconos de la Cristiandad no pude evitar la cascada de recuerdos y, confieso, muy entristecido, la recordé en mi infancia, como también lo hiciese cuando, en 1976, a los 24 años, ingresé, anonadado por su grandeza y munificencia, en su mole gótica, y pude imaginarme otra vez a Quasimodo volando por su nave central, de arco en arco, hasta salir al tejado, el que ahora se quemó y aferrarse a cualquiera de las fantasmales gárgolas que desafían la gravedad en su altísimo sitial exterior y todavía asustando a la gente, golondrinas, cuervos y palomas. 

Notre Dame, cuya primera piedra la coloca el Obispo Maurice de Sully, en 1163 y la última en 1345, casi dos siglos después, ha sobrevivido a cuatro revoluciones, siendo la primera, La Francesa, la que mayores daños le ocasionaran como iglesia y símbolo; a dos Guerras Mundiales y a “las innumerables mutilaciones que le vienen de todas partes, tanto desde adentro como de fuera”, según furioso lo denunciara Víctor Hugo, en 1831, año en que escribió su también inmortal novela “La Catedral de Nuestra Señora”, precisamente para salvarla, propósito que se lograría en 1845 cuando el gobierno de Francia propuso su segunda gran recuperación. 

Notre Dame, cuya campana mayor pesa 13.276 kilos y Jean Marie, la más pequeña apenas 782 kilos, de por sí una joya arquitectónica, guarda numerosos tesoros representados en escultura, pinturas y reliquias, y desde siempre se ha constituido en uno de los tres sitios más visitados anualmente por millones de turistas de los cinco continentes, y en probada protagonista de una y mil historias todas de carácter histórico, desde haber sido objetivo militar y religioso de la heroína y santa Juana de Arco hasta sitio escogido por Napoleón para auto coronarse emperador y emperatriz a Josefina. 

Por cierto estando entre los centenares de privilegiados que presenciaron la ceremonia, se encontraba un joven suramericano llamado Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Palacios y Blanco, recién viudo, que por segunda vez recorría Europa, al lado de su Maestro Simón Rodríguez, loco y genio como su alumno genio y loco, que sería luego el Libertador más grande de todos los Libertadores que en el mundo han existido. 

Notre Dame, para los católicos es, junto a San Pedro y la de Santiago de Compostela, una en Roma y la otra en la españolísima tierra gallega, la catedral mejor planificada y construida en todo el mundo, símbolo sin duda, junto a la Torre Eiffel, de un París, ciudad Luz de la Francia ilustrada a la que el mundo entero mucho debe. 

Hitler la observó con solemne respeto cuando llegó victorioso hasta sus altas puertas, que no se le abrieron, señal de rechazo a la invasión nazi a la tierra de tanto hombre ilustre en todas las disciplinas del saber humano. Pero sí se le abrieron, de par en par, a Charles De Gaulle, liberador de Francia, que con orgullo la gobernó con mano firme de militar demócrata. 

Notre Dame es, quizás, una de las obras mejor elaborada por el hombre, en demostración fehaciente de su sabiduría, para rendir el más alto de los homenajes al Creador de los cielos y la tierra en la figura de Nuestra Señora, la Madre de Cristo. 

Por eso, el malhadado incendio provocó en el corazón de la humanidad actual, la que puebla el planeta de este siglo tan conflictuado, otro incendio, el miedo a que las llamas pudieran consumirla en su totalidad lo cual afortunadamente no ocurrió, aunque los daños son, según los expertos, muy graves pero recuperables. 

A lo mejor su reconstrucción tendrá en lo adelante, muchos defensores como críticos acervos por aquello de emplear materiales de hoy en día, para sustituir los que soportaron tanta historia a lo largo de los 856 años en pie, es decir durante 312.440 días. 

Una compleja guerra que enfrentará el provechoso pasado con la modernidad más que cibernética que presagia lo que será el futuro.

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