lunes, 13 de mayo de 2019

En Piñango, la soledad y tristeza evidencian la dureza de la crisis


Por Ángel Ciro Guerrero 

Enclavado detrás, pero bien lejos, a dos horas del famoso monumento, desde siempre conocido como “Pico El Águila”, en lo más alto del páramo merideño, fundado por frailes misioneros que en 1619 lo ubicaron cuando, portando la Cruz y el Misal, penetraron la neblina siempre eterna aquí, y quedaron deslumbrados por la belleza del paisaje y la magia de este lugar, Piñango es un pequeño pueblo ubicado sobre una meseta que preside un valle realmente escondido, donde reina la pureza y el trabajo de su gente, que antes de la llegada de la revolución roja estaba entre los primeros productores de las mejores hortalizas, que se comerciaban por toda Venezuela. 


Ahora, Piñango está solo. Apenas los abuelos y pocos niños pueblan la única calle de este hermoso pueblo, una fotografía exacta de cualquiera de los muchos que se esconden, con su historia de siglos, en la geografía española. Aquí, se ubican, hacia la parte alta, plaza Bolívar arriba, las casas de amplios balcones. La madera y las tejas conforman un armonioso conjunto y, plaza Bolívar abajo, las más pequeñas, con su corredor sostenido por horcones todavía resistiendo el paso inexorable del tiempo. Desde luego, como en la mayoría de los pueblos del páramo merideño, la iglesia es la edificación mayor. Sus dos torres, con reloj y campanas, pintadas de amarrillo, se divisan desde lejos y, cuando el sol sale, parecieran haberse construido de oro. Puede decirse, “Ya vamos llegando a Pénjamo, ya brillan allá sus cúpulas…” que cantaba Miguel Aceves Mejías, el charro mexicano; de amplio copete blanco, cuando Piñango aparece, se sale mejor dicho de su vestido de neblina para mostrársenos hermoso, veinte curvas antes, desde donde comienza la carretera encementada que exige experimentada conducción de frenos, croché y volante. Ahora, un joven sacerdote, de recién cumplidos ocho años de ordenado, atiende a los escasos habitantes, que viven en las 70 casas, con la plaza dividiendo en dos el ordenado mapa urbano. 

“Pero mire, gobernador”, le indica Ramiro Sánchez a Ramón Guevara: “Aquí quedamos solo los viejos y los niños. Nosotros vamos cuidando los recuerdos, para que cuando regresen nuestros hijos, que la necesidad se los llevó a otras tierras del continente, por lo menos se acuerden de lo que aquí existía; y a los niños, los cuidan sus madres y abuelas, las que quedan, que se comparten la tristeza y la angustia de criarlos en la fe de Dios, para que mañana sean hombres y mujeres de bien, pero con la angustia de no saber qué alimentos darles porque no los hay, y eso es una aterradora verdad que nos mete mucho miedo”. 

En la plaza Bolívar, mirando al Norte, desde su alto pedestal de cemento y piedra, hecha su figura en bronce, el Padre de la Patria, cuando se lo permite la neblina, otea el horizonte por entre la inmensa abertura de dos altas montañas por donde ingresa al pueblo un viento frío que cala huesos. Piñango, como Los Nevados, también es mágico. Una tierra en la cual se puede hablar con Dios. El destino de las flores que se cultivan, más que la venta, es adornar las largas cabelleras de las niñas, y embellecer los altares en el templo y las casas. Piñango llama la atención por el colorido, el dulce hablar de su gente y, ahora, por la firme resistencia buscando sobrevivir en la dura situación en que Piñango, como toda Venezuela, está inmerso. Aquí, mucho más que en otros pueblos, porque este es, quizás, el más alejado de toda la geografía nacional, provincia adentro. 

“No tenemos, gobernador, qué comer, a pesar de haber sido productores de las mejores hortalizas, que se vendían como pan caliente en todo el país. Cuando se despeña alguna vaquita es que comemos carne, pero sin que alcance para todos. Del pollo ya ni sabemos cómo es. Igual el arroz, la pasta, los enlatados. Traer un bultico de comida desde Timotes o Mucuhíes, nos cuesta veinticinco mil bolívares, igual nos cobran por llevar, cuando podemos, un bultico de zanahorias. Adquirir los pocos productos que podemos comprar con la poquita plata que reunimos es el mayor sacrificio del mundo. De los tres gobiernos de la revolución, solo recibimos olvido. Esperamos que del suyo, que es democrático, recibamos en adelante todo el apoyo que haga falta para regresar a ser otra vez un pueblo alegre y productivo”. 

La gente, que recibe al mandatario en el arco de entrada a Piñango, lo lleva calle abajo y le invita a entrar en la humilde casita en donde, desde hace más de medio siglo, funciona la Seccional del partido Acción Democrática. Encerrado en un cuadrito, que lo enmarca un vidrio, está “una reliquia para nosotros, los democráticos, la mayoría de Piñango”, le informan al gobernador. Se le muestra una carta manuscrita en la cual “se le agradece a la buena y noble gente de esta localidad el haberme recibido con todo cariño y el ser, al mismo tiempo, un pequeño pero fuerte bastión de la democracia en Venezuela”. Lo firma Carlos Andrés Pérez, que visitó a Piñango el día 13 de febrero de 1983. 

En el despacho del prefecto, Emidio Rivera, “el Gato”, el gobernador revisa documentos que testimonian por escrito más de un siglo de la vida de este pueblo. Uno de ellos, lo firma José de La Cruz Albarrán, en el año 1950. Este destacado ciudadano fue el primer prefecto de Piñango y es el abuelo de Gerardo Albarrán, diligente integrante del gabinete de gobierno de Ramón Guevara. Eutimio Ribas, mártir de las luchas por la democracia, asesinado de un tiro en las escaleras de la antigua sede de la Universidad Central de Venezuela, en 1936, fue el bisabuelo del actual presidente del Instituto de Infraestructura merideño. En otro Oficio, fechado el 4 de mayo de 1967, el destacado escritor, abogado y profesor de la Universidad de Los Andes, Ramón Augusto Obando, hace del conocimiento público que la prefectura de Piñango será ocupada por un militante del partido Unión Republicana Democrática, del cual el entonces gobernador encargado del estado Mérida, era su líder más destacado en la región. 

Luego de la asamblea, los vecinos acompañaron al gobernador al reparto del vaso solidario para los niños. Yoleida, de 25 años, llevó a Kenia, de 4 años; a Kélvines, de 3; a Kendra, de 2, y a Kengeiler, de 10 meses. El más vívido retrato de ternura y de amor de una madre hacia sus hijos lo demostró esta hermosa joven, casada nada menos que con Kennedy, así se llama su esposo, un joven agricultor de Piñango. El bebé fue centro de atención de todos los congregados en el modesto acto, pues recibió del gobernador, y de las directoras de gabinete que acompañaban al mandatario, tres vasos de avena que, cucharada tras cucharada, ingería feliz, sonriente y reclamando más. A Yoleida, sus amigas, pícara y cariñosamente, la llaman “la mamá del lunes, martes, miércoles y jueves”, por el corto lapso entre uno y otro hijo. Pero, eso sí, riéndose, niega querer ser también “la madre de viernes, sábado y domingo”. 

A las seis y treinta de la tarde, Piñango estaba cubierto, sí, cubierto por la neblina. El pueblo ya completamente oscuro. Por la calle su gente se fue a las casas y el gobernador y acompañantes emprendieron el regreso, páramo arriba, buscando la cumbre. Dos horas después, cuando llegamos, al Pico El Águila lo iluminaba una luna esplendorosa. Casi casi se podían tocar las estrellas.


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